El obispo auxiliar de la Arquidiócesis Primada, monseñor Francisco Javier Acero, oar, hace un llamado al diálogo a las autoridades políticas y a todos los actores sociales que puedan ayudar a determinar el paradero de aquellos cuyo rastro se ha perdido en los últimos 20 años en medio de una creciente criminalidad.
Felipe Herrera-Espaliat
Ya no esperan que el Estado o la policía encuentren a sus seres queridos desaparecidos. Provistos de picos y palas, más de 200 grupos de madres y padres buscadores se despliegan a lo largo y ancho de México, excavando con sus propias manos en terrenos baldíos donde podrían estar enterrados sus hijos y familiares que un día fueron secuestrados o, simplemente, se esfumaron sin dejar rastros. Sumidos en la angustia permanente, estas brigadas se organizan a partir de datos anónimos que reciben de diversos modos y que indican la ubicación de fosas clandestinas. Una de esas fuentes de información son los “buzones de la paz” que se están instalando en decenas de parroquias de este país de América del Norte que, desde 2006, contabiliza más de 125 mil personas desaparecidas, según el registro de la Secretaría de Gobernación.
La Iglesia Católica, entre otras organizaciones, acompaña a estas familias que no se resignan a haber perdido a los suyos, y que saben que en su gran mayoría fueron víctimas de carteles de tráfico de drogas o de ajustes de cuentas por rencillas narcopolíticas. Otros fueron presa del lucrativo mercado ilegal de órganos humanos, lo que explicaría el alto porcentaje de jóvenes que figuran entre las listas de extraviados, incluso, niños y bebés.
Indignación y dolor de los obispos
A mediados de marzo pasado una escena dantesca volvió a estremecer a esta nación cuando en el Estado de Jalisco un grupo de buscadores descubrió un sitio que había funcionado como campo de entrenamiento para los miembros de estas mafias, así como centro de exterminio habilitado con crematorios para destruir los cuerpos. En el Rancho Izaguirre del municipio Teuchitlán, llamado ahora “Rancho del horror”, se hallaron cientos de restos óseos calcinados y más de 1800 objetos personales como prendas de vestir, zapatos, mochilas y libretas. Al sufrimiento de las familias se sumó su rabia, porque seis meses antes la policía había desestimado que en dicho lugar hubiese restos de desaparecidos.
La Conferencia del Episcopado Mexicano también expresó inmediatamente su indignación y dolor ante estos delitos contra la humanidad, y llamó a las autoridades a asumir su responsabilidad, con un claro énfasis en cortar los vínculos que existen entre el narcotráfico y ciertos sectores políticos.
Monseñor Francisco Javier Acero, obispo auxiliar de la Arquidiócesis Primada de México, conoce de cerca este drama pues en 2024 promovió los diálogos de paz para combatir esta lacra, y actualmente se reúne una vez al mes con grupos de madres buscadoras. Así, genera una instancia de empatía que permite tanto compartir los sufrimientos, como intercambiar las nuevas informaciones que van llegando.
Monseñor Acero, ¿cómo funcionan los “buzones para la paz”?
Son buzones que están en las parroquias para que la gente pueda escribir de manera anónima. Si alguna persona conoce algún terreno donde ha habido irregularidades y movimientos poco frecuentes y sospechosos, anota ahí la dirección del lugar. Luego, en el encuentro que tenemos una vez al mes compartimos todas estas cartas. Gracias a esas informaciones hemos descubierto cuerpos que estaban enterrados, incluso casas donde había gente secuestrada.
¿Realizan alguna acción para interpelar a las autoridades o solo se centran en el trabajo directo con las familias de los desaparecidos?
Siempre el llamado es a todos los actores de la sociedad. Nuestra labor aquí en México, con las circunstancias que traemos, es tender puentes y derribar muros. Y estos puentes son también con el gobierno, para que sean capaces de dialogar. Se han dado los primeros pasos para un diálogo, aunque existe el miedo de que haya protagonismos que dejen a un lado el sufrimiento de las familias buscadoras y se termine frivolizando el dolor. Sí es verdad que hay un comité, una Comisión de Búsqueda, pero creo que el error está en la estructura y el sistema para atender esta problemática. Tiene que ser gente de alto nivel que escuche.
Solo les pedimos escuchar, escuchar a las madres buscadoras, a los papás buscadores, a sus hermanos. Ellos viven un drama porque no pueden cerrar el duelo respecto de sus seres queridos si sus huesos, sus cenizas están perdidos. Entonces, efectivamente, queremos tender puentes de diálogo y nunca fracturarlo, no queremos generar polarización. Pero tengo miedo de que el movimiento de las familias buscadoras se ideologice. Nosotros lo hacemos por el Evangelio, y escuchamos a estos papás y mamás como Jesús los hubiese escuchado, esa es nuestra labor.
¿Qué puentes ya han logrado establecer con los actores involucrados?
Nosotros actuamos como mediadores para la paz, estimulando vínculos entre las familias buscadoras y también generando conciencia y visualizando esta problemática desde las parroquias hasta las autoridades. Se ha ido abriendo el diálogo, pero tenemos que crear una agenda juntos para concretar los compromisos que se establecieron el año pasado tras los diálogos para la paz que impulsamos como Iglesia.
¿Qué se espera de los pastores de la Iglesia católica como contribución ante este drama?
Algo muy concreto que piden las madres buscadoras es que los sacerdotes nombren a los desaparecidos cuando se pida por ellos en las liturgias. Sé que hay obispos muy comprometidos con ellas en otros lugares donde hay mucho riesgo, y que también contribuyen a facilitar el flujo de información. Muchos están haciendo escucha y acompañamiento de personas de manera silenciosa, sobre todo para que no corran riesgos ni los sacerdotes del lugar ni las familias buscadoras. Creo que un paso siguiente sería una mayor coordinación entre las diócesis, como lo estamos haciendo nosotros a nivel de la provincia eclesiástica, de modo que se fortalezca el trabajo en red.